Los abades de Poblet llegaron a ejercer un inmenso poder jurisdiccional que no solo abarcaba sus propios monasterios y propiedades, sino que también actuaban como vicarios generales del Císter en los reinos de Aragón y Navarra. En las Cortes de Cataluña gozaban de un papel relevante e incluso alcanzaron ocupar el cargo de diputado de la Generalidad.
El rey Pedro IV el Ceremonioso les concedió a los abades —o, en su defecto, a los monjes designados— el privilegio de ser limosneros reales en la Corte, permitiéndoles acompañar al monarca en sus campañas y batallas de conquista, y frecuentemente actuaban como sus consejeros o embajadores. Además, Pedro II dotó al monje encargado del archivo con el título de Notario real. Tanto el abad como sus monjes estaban exentos de prestar juramento en pleitos y juicios, bajo la premisa de que su palabra tenía un valor superior al de un juramento, una concesión que recibieron de Alfonso II.
Asimismo, un mandato de Jaime I en 1222 establecía que en cada una de las propiedades del monasterio de Poblet se podía enarbolar la insignia real, como símbolo de estar bajo la protección del rey.